Nos dijeron que el rock era cosa de hombres, de guitarras distorsionadas, ídolos autodestructivos, estadios llenos y redención masculina. Pero mientras la historia oficial repetía riffs conocidos, en los márgenes surgían otras formas de ruido: gritos, susurros, palabras incendiarias y cuerpos que no pedían permiso.
Las mujeres en el rock no siempre ocuparon el centro del escenario, pero lo reinventaron desde las orillas. Allí donde el mainstream mira poco, ellas tejieron genealogías propias, alejadas del rol de musa, groupie o corista. Fueron productoras de sonido, palabra y sentido. Fueron también negadas, silenciadas o clasificadas como «lo otro»: demasiado radicales, demasiado políticas, demasiado suaves, demasiado raras.
La historia del rock femenino aunque muchas veces ignorada es tan antigua como el rock mismo. Con Sister Rosetta Tharpe, la “madrina del rock and roll”, pionera olvidada, cuya guitarra eléctrica dio forma al sonido que luego se atribuyó a Elvis y Chuck Berry, hasta The Ronettes y Carole King, cuyas voces llenaron las radios pero rara vez los titulares, las mujeres han estado ahí: componiendo, interpretando, rompiendo moldes.

En los 70, Tina Turner le puso cuerpo al dolor y a la furia. Cada paso que dio sobre el escenario fue una respuesta al abuso, al racismo, a la industria que quiso convertirla en accesorio. Pero ella se convirtió en potencia: gritó con el cuerpo, con la garganta desgarrada, con las piernas que no dejaban de moverse aunque el alma estuviera rota. Su versión de What’s Love Got to Do with It no solo escaló listas: rompió con la narrativa de que el sufrimiento debía ser silenciado.
En los 80, Kim Gordon fundió arte conceptual y ruido con Sonic Youth. Su voz casi hablada, su presencia desapegada, su estilo andrógino reconfiguraron el rol de la mujer en el rock alternativo. En lugar de gritar, susurró con ironía. En lugar de complacer, incomodó.
En los 90, Bikini Kill llevó el feminismo a los escenarios como si fueran trincheras. A través de fanzines, gritos y mosh pits, Kathleen Hanna no solo cantó: organizó el movimiento Riot Grrrl que impulsaron cuestionó el machismo del punk, el elitismo del arte y la violencia sobre los cuerpos feminizados. La consigna era clara: revolution girl style now.

Más adelante vendrían otras discordancias, Björk por ejemplo reinventó la fragilidad como fuerza: construyó universos donde el llanto, el deseo y la voz quebrada no eran debilidad, sino arquitectura sonora. Portishead, con Beth Gibbons al frente, convirtió la melancolía en atmósfera: un lamento electrónico cargado de texturas, de eco, de herida.
En otra frecuencia, Feist y Anri navegaban lo íntimo, lo melódico, lo soft como subversión. Ellas demostraron que lo delicado también puede ser político. Que la ternura no es pasividad. Que el pop puede ser un cuchillo envuelto en terciopelo.
Hoy, nuevas voces como Doechii, Little Simz, Wet Leg o Janelle Monáe no solo toman el relevo: lo deforman, lo expanden. Doechii mezcla rap con teatralidad salvaje, Simz es una poeta de la crudeza urbana, Wet Leg es sarcasmo generacional hecho canción, y Monáe es androide, pansexual, performer total. Todas ellas desdibujan géneros, incomodan industrias, cuestionan lo “femenino” como molde.
En América Latina también se ha distorsionado el canon. Aterciopelados, desde Colombia, mezclaron rock alternativo con crítica ambiental y feminismo espiritual: Florecita rockera fue una bandera, pero también una trampa que supieron desmontar. Sara Hebe, desde Argentina, desarma el género musical y biológico a través del rap, el punk y el tecno. Baila y escupe verdades incómodas, desde lo precario y lo incendiario. Daymé Arocena, desde Cuba, fusiona jazz, santería y soul con una fuerza vocal que es pura raíz negra, haciendo del cuerpo un canal sagrado. Y Lido Pimienta, entre Canadá y Colombia, canta lo queer, lo migrante y lo mestizo desde una electro-cumbia que incomoda y cura. Su disco Miss Colombia no busca representar a nadie, sino desobedecerlo todo.
Desde los márgenes del mainstream o desde la independencia absoluta, seguimos preguntándonos ¿cómo lo hizo Nina Simone? cuál es el significado de ser libre y qué tan fuerte hay que cantar para que escuchen, un ejemplo de eso es Sinnerman, que es mucho más que una canción: es una liturgia.

Las mujeres en el rock han desafiado estereotipos de género, luchado contra el sexismo en la industria y creado espacios para nuevas generaciones. A pesar de enfrentar críticas y expectativas sobre su imagen, estas artistas han demostrado que el rock no tiene género.
Esta no es una lista de «las mejores». Es un mapa emocional, político y sonoro que desobedece el canon. Una playlist para romper con el relato hegemónico del rock ese que se solidificó en eventos como el Live Aid de 1985, donde las mujeres brillaron… por su ausencia.
@lapaodawan / Paola Sanabria

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