La historia de la música también es la historia de sus márgenes.
De los géneros que nacieron sin permiso, de los sonidos que interrumpieron la fiesta oficial, de las voces que nunca cabrían en un auditorio de temporada, esos sonidos no fueron hechos para gustar: fueron hechos para resistir, para denunciar, para existir y aunque el canon musical ha intentado domesticarlos, etiquetarlos o venderlos, siguen operando como lo que siempre han sido: fugas, porque no todo sonido es armonía y no toda armonía es inocente.
En las calles del Bronx, a finales de los 70, los apagones masivos dieron pie a una revolución sonora. Jóvenes afrodescendientes y latinos sin acceso a instrumentos nobles, usaron tornamesas, micrófonos reciclados y amplificadores de segunda para inventar una nueva forma de decir: el Hip Hop. No buscaban ser parte de la industria, sino tener un lugar donde nombrarse, donde mover el cuerpo sin miedo. En esos beats rotos, en esos samples robados, en esas letras incendiarias, se escuchó por primera vez en mucho tiempo a quienes el sistema había intentado silenciar.

En Japón, bandas como Les Rallizes Dénudés o Fushitsusha llevaron el feedback a su punto más extremo, no querían que el público entendiera: querían que sintiera. Lo que en Occidente era considerado “ruido”, para ellos era una forma de trance, de meditación caótica, de protesta contra el orden colonial y su industria cultural.
En el Brasil de los 90, desde las favelas, surgió el funk carioca, hijo bastardo del Miami bass y del trauma urbano. Los beats eran sucios, las letras sexuales o violentas, y la policía intentó prohibirlo. Pero ahí estaba: en las bocinas de las motos, en los bailes funk, en la rabia de quienes no tenían otra forma de narrar su existencia.

En México, las colectivas queer y racializadas han usado la pista de baile como trinchera. En fiestas como Perreo Pesado, Nochenegra o Traición, el reggaetón, la electrónica y el dembow se mezclan con discursos afrofeministas, transfeministas y decoloniales. No es solo fiesta: es afirmación radical. Son cuerpos que dicen “existo” con cada golpe de bajo.
¿Qué tienen en común todos estos sonidos?
Que no nacieron para encajar.
No fueron pensados para Spotify ni para sonar “bonitos”.
Son la distorsión del canon, el eco de lo que fue expulsado.
Como dijo Pauline Oliveros, compositora experimental y defensora de la escucha profunda:
“La música no se trata solo de notas, sino de relaciones. Escuchar profundamente es una forma de resistencia.”
Resistir escuchando lo que incomoda.
Resistir produciendo sin aval.
Resistir sin afinar.
Pero no todo sonido periférico permanece subversivo, a veces, cuando es absorbido por el sistema, se convierte en postal, en espectáculo, en la herramienta del capital.
En Mazatlán, por ejemplo, la banda sinaloense nacida, como música de resistencia rural, ha sido convertida en banda sonora de la gentrificación playera; en lugar de sonar como fiesta del pueblo, hoy acompaña bodas boutique en hoteles cinco estrellas y turistas blancos que bailan «regional mexicano» sin entender su historia.
Algo similar ocurre en Jalisco, donde el mariachi, antaño crónica sonora del campo, del dolor, del desamor, ha sido embalsamado como símbolo turístico folclore para vender postales, no para narrar vidas reales.
En la Ciudad de México también hay sonidos que fueron expulsados del centro para después ser reinsertados como decoración. El sonidero, nacido en barrios como Tepito o Neza, fue por décadas cultura popular perseguida, hoy su estética aparece en museos, galerías y festivales gourmet que lo usan como color local, sin tocar su raíz barrial, ni su historia de criminalización.

Lo mismo ocurre con el danzón de la Alameda, domesticado como postal nostálgica; o con la cumbia y el son jarocho, apropiados en terrazas de la Condesa como música exótica, sin nombrar ni retribuir a quienes la sostienen desde el margen. Aunque no es oriunda de la CDMX, es común ver marimbas tocando en plazas turísticas como Coyoacán o San Ángel, lo que alguna vez fue una expresión cultural comunitaria del sur del país, ahora se presenta como «fondo decorativo» para turistas que buscan postales folclóricas. El músico pasa de ser narrador a entretenimiento.
Cuando la ciudad convierte sus resistencias en souvenirs, los sonidos dejan de ser grieta para volverse fondo.
Hoy, mientras el algoritmo nos empuja hacia lo pulido, lo correcto, lo viral, el sonido de la expulsión sigue existiendo.
A veces en un colectivo de ruidistas en Oaxaca;
a veces en un track experimental hecho por una chica trans en su cuarto;
a veces en un grito que parece fuera de lugar, pero que nos obliga a preguntarnos:
¿qué sonidos hemos aprendido a ignorar?
Esta no es una playlist bonita. Es una grieta sonora.
Escúchala con el volumen alto.
No para entender.
Para sentir.
@lapaodawan / Paola Sanabria

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