El uso de animales en el arte no es novedad: desde siempre los hemos mirado como “lo otro”, aunque no dejemos de ser animales también. El especismo normaliza su explotación —comerlos, vestirlos, exhibirlos— hasta volver invisible la violencia. Durante siglos nadie habló por ellos. Hoy, aunque los tiempos han cambiado y los animales comienzan a ganar derechos, el arte sigue siendo un terreno donde se los usa sin cuestionar demasiado.
La discusión pública suele centrarse en las corridas de toros, pero el maltrato en nombre del arte rara vez se toca. El contemporáneo está lleno de ejemplos: Damien Hirst y sus tiburones en formol convertidos en mercancía millonaria; Guillermo Vargas “Habacuc”, que ató a un perro hasta dejarlo morir de hambre; Huang Yong Ping, que montó un coliseo de reptiles e insectos condenados a matarse entre sí; Adel Abdessemed, acusado repetidamente de crueldad animal; o Thomas Grünfeld, que en Misfits cose cuerpos disecados para crear híbridos grotescos.
Frente a esta violencia legitimada como “vanguardia”, existen artistas que parodian, critican y desmontan el sistema sin matar a nadie. Son quienes demuestran que el arte puede incomodar y cuestionar, sin replicar la misma lógica de explotación que dice denunciar.

Sue Coe: grabar la verdad sin filtros
Sue Coe es una de las artistas más frontales y necesarias en la denuncia del especismo. Inglesa, ilustradora y grabadora, convirtió el arte en arma política: no estetiza la violencia, la exhibe sin maquillaje. Creció al lado de un matadero y desde entonces su trabajo gira en torno a esa maquinaria de muerte que sostiene al capitalismo: la industria cárnica, los laboratorios, los zoológicos.
A diferencia de quienes usan animales reales para provocar escándalo, Coe hace exactamente lo contrario: usa la imagen para denunciar la crueldad sistemática y para señalar nuestra complicidad cotidiana. Sus trazos son duros, expresivos, caóticos; sus escenas muestran cuerpos despedazados, miradas de terror, cadenas de montaje del sufrimiento. No busca la “belleza”: busca confrontar.
En sus ilustraciones, los animales no son objetos: son sujetos, con dignidad e individualidad. Los retrata como víctimas de una violencia estructural, no como mercancías para el consumo. Coe ha donado ganancias de sus libros a organizaciones por los derechos animales y ha participado activamente en campañas por la abolición de la explotación.
Obras clave como Dead Meat (1996), Sheep of Fools (2005), Cruel (2012) o Zooicide (2018) son documentos de archivo y a la vez gritos políticos: denuncian mataderos, comercio de animales, zoológicos, siempre con un objetivo claro: abolir la idea de que los humanos tienen derecho a explotar a otras especies.
El suyo es un arte incómodo, directo, sin concesiones. Un arte que no decora paredes blancas de museo, sino que desarma al espectador y lo obliga a mirarse en el espejo de la violencia que sostiene la vida moderna.

Elideth Fernández: artivista por los animales
Elideth Fernández es fotógrafa, periodista independiente y activista mexicana. Su cámara es trinchera: con ella documenta la violencia contra los animales y desmonta la idea de que esa violencia pueda disfrazarse de “arte” o “cultura”.
Fernández no busca polemizar usando animales en sus obras; busca denunciar de frente el maltrato en la tauromaquia, la industria cárnica o los zoológicos. Sus fotos son periodismo visual y activismo al mismo tiempo. En lugar de evadir el dolor, lo coloca frente al espectador: la mirada de un toro, el gesto de un animal atrapado, la vulnerabilidad expuesta sin filtros.
En El verdadero rostro de la tauromaquia entra a cortijos y plazas para mostrar lo que la fiesta brava esconde: angustia, miedo, cuerpos quebrados. Sus imágenes en blanco y negro, sin el “chantaje de la sangre”, hablan desde los ojos del animal. El resultado es demoledor: una contranarrativa que rompe la ficción de la tauromaquia como arte.
En 2018 al lado de Francesca Gargallo, publicaron Revocar el silencio, el primer libro de fotografía en México dedicado por completo a la denuncia del maltrato animal. Y no se quedó en el documento: cofundó colectivos como el Movimiento Consciencia y la Red de Artistas e Intelectuales por la Abolición de la Tauromaquia, confirmando que su obra no se queda en la pared, sino que es también herramienta política.
Lo suyo es artivismo: usar la estética como acto de resistencia. Frente a quienes matan animales para llamarlo espectáculo, Fernández pone imágenes que hablan, que acusan y que buscan abolir.

Banksy: denuncia a la industria cárnica
En 2013, Banksy sacó a pasear un camión lleno de animales rumbo al matadero. Pero no eran reales: eran peluches animatrónicos, chillando y moviendo la cabeza como si pidieran auxilio. El vehículo llevaba el rótulo “Farm Fresh Meats” y recorrió el Meatpacking District de Nueva York, la zona que históricamente abastecía la ciudad de carne. La pieza se llamó Sirens of the Lambs.
La instalación no necesitó sangre ni cuerpos muertos para incomodar: bastó con poner frente a la gente un simulacro demasiado reconocible. Peluches que lloran como animales de granja, encerrados en un camión de transporte, interrumpiendo la rutina de los transeúntes.
Lo que Banksy hizo fue invertir la lógica de artistas como Hirst: en lugar de usar animales reales y convertirlos en mercancía, usó juguetes para recordarnos que detrás de cada filete hay un animal que alguna vez lloró. El efecto fue más demoledor que cualquier tiburón en formol: la obra no exhibió cadáveres, sino la maquinaria invisible del consumo que seguimos aceptando.

Alejandra Tavolini: el absurdo como crítica
La artista plástica argentina Alejandra Tavolini se ha hecho un lugar en la escena contemporánea por su manera crítica e irónica de abordar el arte. Su obra más conocida consiste en parodiar las instalaciones de Damien Hirst, reemplazando los animales reales en formol por animales de peluche.
El contraste es inmediato: lo que en Hirst generaba escándalo por su crudeza y su precio millonario, en Tavolini se vuelve absurdo, infantil y hasta humorístico. La pieza “Buscando a Damien” (2013), un cortometraje documental, profundiza en esa crítica, cuestionando la autenticidad y el mercantilismo del arte.
Al emplear materiales de bajo costo y una estética de “hágalo usted mismo”, Tavolini desarma la solemnidad del arte que busca la polémica. Su gesto no solo ironiza sobre el mercado, sino que también abre un debate ético: ¿puede el arte justificarse a costa de la crueldad animal?
Su decisión de reemplazar cuerpos reales por objetos de juguete invita a reflexionar sobre la necesidad —o no— de involucrar seres vivos en la producción artística. Aunque su crítica principal apunta al mercado del arte, sus obras también sugieren que es posible provocar debate y conmoción sin recurrir al sacrificio animal.
Otras voces que amplían la mirada
Otras artistas han señalado el problema desde distintos frentes. La eslovena Maja Smrekar explora los límites éticos entre especies mediante proyectos biotecnológicos como K-9_topology, que cuestiona la domesticación y la manipulación genética. La española Lucía Loren, desde una mirada ecofeminista, vincula la explotación animal con la opresión de la naturaleza y de las mujeres, proponiendo instalaciones efímeras que buscan un equilibrio más justo entre especies. En un registro distinto, la mexicana Addy Rivera Sonda utiliza ilustración y arte digital para difundir en redes sociales críticas directas al especismo, invirtiendo los roles entre humanos y animales en escenas que interpelan de manera inmediata al espectador.
La pregunta ya no es si el arte puede hablar sobre los animales, sino cómo lo hace. Frente a un sistema que normaliza la violencia, el antiespecismo y arte abren una ruta distinta: aquella que incomoda sin matar, que denuncia sin explotar, que interpela sin repetir la lógica del dominio. Un arte que no los pone en vitrinas, sino que los libera de ellas.

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