Por qué el deseo nunca basta (y cómo vencer el FOMO que alimenta a Ticketmaster)

Entre conciertos imposibles de costear, experiencias “exclusivas” y boletos que se agotan en segundos, surge una pregunta incómoda: ¿a quién le pertenece realmente la cultura?

En redes lo llaman FOMO (Fear of Missing Out), pero más allá del meme, hablamos de un síntoma profundo. No se trata solo de “querer estar en todo”, sino de cómo el sistema cultural actual nos hace sentir insuficientes si no consumimos todo.

Lo que parece una emoción individual es, en realidad, un modelo de negocio.

Plataformas, marcas y artistas han convertido el acceso a la cultura en un ciclo de escasez artificial: experiencias limitadas, precios dinámicos, filas virtuales que fallan. La urgencia no nace del deseo: se construye como estrategia.

No compramos cosas: compramos pertenencia

Hoy los boletos de un concierto no solo abren la puerta a un show, también a la validación colectiva. El acceso es estatus. Ir al tour de tu artista favorito se convierte en prueba de lealtad, poder adquisitivo o «verdadera» afición.

Pero ¿qué pasa cuando no puedes costear ese acceso? ¿Cuándo estar presente se vuelve imposible, incluso emocionalmente doloroso? Lo que debería ser arte compartido se transforma en espectáculo excluyente. Y el deseo se convierte en deuda emocional.

¿Qué tipo de experiencia es posible si no hay ticket?

Frente a esta economía de lo inalcanzable, algunos han empezado a buscar otras formas de vivir la música, el arte, la comunidad. Ver el concierto desde fuera, compartir reseñas colectivas, crear experiencias propias al margen del circuito oficial.

Quizá la pregunta no es cómo “curarse” del FOMO, sino cómo resignificarlo. No como una desconexión total, sino como una práctica de elección consciente: ¿qué vale tu presencia, tu tiempo, tu energía?

El deseo también es político

Como diría la filósofa Silvia Rivera Cusicanqui, “el deseo no es ingenuo”. Elegir qué deseas también es posicionarte.

En un mundo que convierte cada sentimiento en oportunidad de venta, proteger tu capacidad de goce —aunque sea fuera del estadio— es un acto de resistencia.

No todo se compra. No todo lo importante se mide por visibilidad. La experiencia cultural no empieza en el ticket, ni se agota en el merch.

¿Y si reinventamos la pertenencia?

El acceso masivo al arte no debería ser un privilegio ocasional, sino una práctica cotidiana. Escuchar, compartir, conectar con otres, vivir el arte desde los márgenes no es un consuelo: es un gesto político.

Un modo de habitar el presente con sentido, incluso si no se tiene asiento en primera fila.

Porque en el fondo, el verdadero miedo no es a perderse un evento. Es a que el arte —aquello que nos une, conmueve y transforma— se vuelva un lujo y no un derecho.

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